"Yo solo te
pido,
quédate
conmigo.
Y cuando te
vayas
ciérrame el
camino.
Tápame la
boca,
ciérrame los
ojos
Abrázame sin
miedo
y vete: libre y
loco."
Ailín Guerra
La
habitación ciento treinta y siete fue testigo de cómo la sinrazón se apoderó
aquella noche de la oscuridad latente, el cielo enmudeció con su luna nueva y
las bilis volvieron de nuevo a revolverse tras la picadura del escorpión. Se
apagaron las luces interiores y los ojos se abrieron en contraposición como
platos mientras la cabeza iba contando entretanto y de forma aproximada y
errónea el paso de los minutos, de las horas. Parecía más tarde siendo aún más
pronto. Parecía más pronto cuando ya era demasiado tarde. Demasiado tarde para
pensar, para dormir, para estar despierto. La mano se deslizaba sola,
solicitada por el epigastrio, el cuál calmaba su acedía con el calor de su
tacto allí presente. Los ojos buscaban, enfocaban y desenfocaban desenfrenados
intentando encontrar algún punto razonable a la vista en aquella negrura que
invadía, sin lograr encontrar la referencia deseada, acudían en su ayuda en vez de unas buenas
lentes de visión nocturna, unas enormes lágrimas que emborronaban aún más el
asunto. El corazón se desbocaba en taquicardias que iban y venían sorprendiendo
a cada galopada.
Al final llegó el día y con el día llegó el
alba. Entraron los primeros rayos de sol por la ventana enmudeciendo los
fatigados e hinchados ojos que ya apenas veían.
El corazón había descendido a bradicardia de curva sinusoide y el
estómago había encogido hasta alcanzar el tamaño de una avellana. (-Mejor
así- pensé para mis adentros –más fácil
será adelgazar). Las prisas acuciaron la recogida y abatida del cuarto
antedicho y de aquella guisa y pelaje, abandonaba medio ciega, medio muda,
medio rota la medieval estancia. Introduje la llave en la cerradura y el
llavero quedó a la vista medio invidente de una servidora. En el lugar que
antes llevaba el número, ahora portaba unas letras. Achiné los ojos y comprobé
que todas juntas decían….CIÉRRAME.
Me sentí Alícia abandonando el País de las
Maravillas Descorazonadoras. Así la
llave y la giré, dejando allí, todo lo que allí quedaba, entre muchas de las
cosas, la ilusión con que giré la llave la primera vez que entré. Me agaché a recoger lo que quedaba, mi mástil
con una claudicante bandera blanca y me fui.
Moraleja
de la que aquí suscribe; Ni siquiera en
el País de las Hadas se cumplen los sueños.
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