He descolgado el traje que, desde hace tiempo, cuelga
de la percha. Cada día que pasaba por delante de su compostura, me quedaba
anonadada mirándolo, el recargado que portaba, hacía un efecto colateral con subida de presión arterial incluida. Contaba los días con los dedos de las manos y, me resistía
a probármelo como el que se resiste a la arrebatadora seducción . Me gustaba saborear ese gusanillo que corría por dentro esperando
que llegase el deseado día.
Hoy ya no aguantaba más. He tenido que arrancarlo de la percha, con una
mezcla que nadaba entre el gusto y ese tembleque que se aloja en las piernas y
hacen que flaqueen en los momentos menos
oportunos. He embutido mi cuerpo en el vestido notando como se erizaba mi piel con su tacto. He ajustado los cordones que
colgaban del corpiño, sintiendo una presión sistólica un poco más elevada de lo habitual. Bajo las enaguas de la inmensa falda, he colocado unas
sofisticadas a la par que picantes medias blancas con puntillas de muérdeme sin
tocarme. He acoplado la máscara a mi cara, cubriéndola casi por completo y me
he hallado inmersa sin quererlo, en mi propio Carnaval.
Tras varias vueltas sobre la falda, ha hecho acto de presencia la falta de riego
sanguíneo provocada por el maldito
corset y la falta de aire provocado por la curiosa máscara. He caído sumida en
un cuasi mareo contra el esponjoso suelo de la anémona. En esa intensidad efervescente, las faltas de ambas cosas han provocado un extasiado
duermevela que parecía no tener fin. Una vez despierta, me ha costado Dios y ayuda, despojarme de las
carnales vestimentas.
Deseando pasear por las calles de Venecia entre apneas y
extrasístoles.