No me gustan las promesas y a pesar de ello, hubo una vez
que me prometí a mí misma no volver a hacer sonar los cuencos tibetanos, ni
como motivo para relajarme, ni como llamada de atención, ni como intento de
curación de almas ajenas.
Por algo no me gustan las promesas, ni siquiera yo fui
capaz de hacer cumplir la mía propia, y, sin demora ni dilación, requisé el
dichoso cuenco y lo hice sonar con tanta fuerza, que tiré por los suelos el principio de resonancia y
el efecto no deseado fue el que acabó flotando en el ambiente. La próxima vez,
habrá que esperar, (cosa que no tardará mucho), y cuando la pata se haya metido
hasta dentro, añadirle musicoterapia al punto y final.
He guardado el cuenco en el lugar más inhóspito de ésta
anémona, tengo prohibido volverlo a utilizar salvo para uso propio. Tan sólo ha
de dejarse tocar, cuando la decepción haya vencido, esa es la norma que tiene
el tentáculo que lo guarda. Le queda claro y conciso el único motivo por el que
debe dejarme acceder a él. Mientras lo
escondía, algo por dentro me decía, que no queda ya mucho tiempo para escuchar
sonidos armónicos. Así es la vida, así es el ser humano de idiota y aniquilador.
Alegrándome de ser un híbrido, más que nunca si cabe…
No hay comentarios:
Publicar un comentario