"A la primera persona que me ayude a comprender
Pienso entregarle mi tiempo, pienso entregarle mi fe
Yo no pido que las cosas me salgan siempre bien
Pero es que ya estoy harto de perderte sin querer, querer.."
Pienso entregarle mi tiempo, pienso entregarle mi fe
Yo no pido que las cosas me salgan siempre bien
Pero es que ya estoy harto de perderte sin querer, querer.."
Alejandro Sanz
Aquel primer regalo, el que me hizo entender
que los mejores regalos, son aquellos que se hacen con el corazón sin necesidad
de comprarlos. Aquel grafiti a tiza que quedó grabado en mi retina por el resto
de los años. Cuando miro la foto, llega a mí el olor de la crema de avellanas
que se colaba por las ventanas a la hora de la merienda mientras yo miraba
absorta aquellas letras.
Cuánta inocencia
y cuánta ignorancia portaba en mi maleta. Creíamos en el amor eterno, en la
felicidad continuada. El primer amor y el primer desamor. El encontronazo de
bruces con la realidad de la vida y el tener que reconocer a mi madre, con todo
lo que me costaba en aquellos momentos hacerlo, que tenía toda la razón cuando
decía “Anabel, nada es para siempre”, por supuesto seguido de “como te vea
llorar por un chico te mato”. Una dosis de racionalidad y una de vísceras a
punto de caramelo. Y de esa forma iba aprendiendo, con una de cal y una de
arena por parte de todos los que me rodeaban.
Sólo tenía dieciséis
años cuando me vestí de resiliencia aquel día que lo dejamos. Aprendí a
levantarme de mis caídas al minuto uno, a tragarme las lágrimas “pa” dentro, a
volverme más irresistible a la par que más recta. A saber esperar en mi puerta
tu paso por ella y a dejar en tu corazón una muesca. Esa que cuando asoma, te
recuerda que siempre fui tu “cuenta pendiente”, esa cuenta que nunca fuiste
capaz de saldar por tu mala cabeza.
Benditos aquellos
dieciséis, aquel primer amor sin beso y con ganas. Aquellas estupideces que
creaba continuamente mi cabeza. Bendito el aprendizaje de vida que me ha
llevado a ser quien soy a pesar de errar tantas y tantas veces. Hoy pasé por la
plaza, he de confesarlo, siempre miro a la pared aquella, aún a sabiendas que
ya no están aquellas letras. Aún así, yo las sigo viendo allí, como si
estuvieran, y vuelvo a revivir aquellos días tan felices que tuve la suerte de
vivir y tener en mi memoria. No puedo hacer otra cosa que dar las gracias a la
primera persona que me abrió su corazón y que siempre llevaré en el mío.
Con té y con tiza.
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